Los eventos recientes han agudizado las preguntas existenciales, esas por el sentido de la vida, por la naturaleza humana, por el destino inevitable de lo vivo. Miro al mundo, se acentúa mi agobio (¿a dónde vamos a parar?). Sin duda tengo un sesgo pesimista. Además de las preguntas sociales y filosóficas, se me han abierto otras quizá más importantes en lo personal. Son las preguntas por cómo quiero vivir mi vida, por cómo quiero andar el camino hacia la muerte, es decir, cuál es mi filosofía de vida. No se trata de lo que dicen los demás, lo que señalan las tendencias de cualquier tipo, de lo que se lee en los libros (igualmente de cualquier tipo); se trata de cómo veo la vida yo, cuáles son verdaderamente mis gustos, qué me hace feliz, en qué creo, qué es para mí el cuidado de mí misma, desde qué base tomo las decisiones en torno a mi vida (mis expectativas, mis deseos, mi dirección, mi salud,…). Hay mucho por pensar. Lo más complicado es asumir mi punto de vista y respetarlo porque
En el segundo piso de un hospital del Estado de México están las camas de geriatría, una treintena. Si me hubieran hablado del lugar sin conocerlo, me hubiera imaginado un piso rebosando de ternura de cabecitas blancas. Pues no es así, nada de ternura, lo que hay son cuerpos cansados, dolientes, acabados… la mayoría no puede moverse. Los veo de reojo cuando paso caminando con mi mamá (qué fortuna que camina, me digo una y otra vez para soportar la situación). Pienso, esto es la vejez, en general un decaimiento, una disminución que a veces incluye la pérdida de la memoria, la demencia senil (es decir, toda la sabiduría al garete). El estómago se me encoge, hago como si nada. Hace calor, afuera está todo seco, lleno de polvo… es una zona industrial. Las cuestiones médicas siempre me ponen mal. Se niña se me bajaba la presión nada más de escuchar a mi abuelita contarle a mi otra abuelita que se había rebanado el dedo en la cocina. En la prepa, se me enterró un tubo de vidrio en el labor